Jalar fierros, tumbar patriarcados
Banner del blog “Jalar fierros, tumbar patriarcados”. Contiene la ilustración de una mujer que está en un gimnasio a un lado de diferentes aparatos para hacer ejercicio.

Jalar fierros, tumbar patriarcados

Por Brenda Rodríguez Ramírez

La primera vez que caminé hacia la zona de pesas lo hice como quien entra a una fiesta a la que no la invitaron. El aire olía a hierro, sudor y ego. Las miradas, según las interpretaba en mi cabeza, me decían: “¿y tú qué haces aquí?”. Seguramente,  no notaron mi existencia y simplemente era una nueva más de esxs que saturan los gimnasios en enero. Durante años nos han enseñado que las mujeres debemos ser pequeñas: que nuestras piernas no ocupen mucho, que nuestros brazos no marquen, que nuestras voces no molesten, tal vez por eso nos imponen más ese tipo de espacios y sentimos que no debemos ser parte de ellos.

Mi historia con el gimnasio y el entrenamiento de fuerza ha sido de vaivenes: épocas de motivación total y otras en las que la membresía era solo una donación mensual. La constancia nunca fue fácil… hasta que llegó la pandemia y puso todo patas arriba. Después de meses de moverme solo entre la sala y la cocina, entendí que entrenar no solo me devolvía fuerza física: me devolvía un centro. Un lugar al que regresar cada día para recordarme que puedo sostenerme. Y, sin duda, el momento más contundente de esta historia fue cuando los estrógenos empezaron la gran escapada y mi cintura se volvió una idea difusa. El gimnasio, entonces, se convirtió también en refugio y terapia contra la depresión, la inflamación y el insomnio. Hoy no soy la mujer más fuerte del mundo, pero sí la más constante. Y eso ya es una victoria.

Históricamente, a las mujeres se nos ha empujado hacia la delgadez, la fragilidad y lo decorativo. El gimnasio, y en particular la zona de pesas, ha sido un territorio diseñado para reforzar ese guión: máquinas ocupadas por hombres, rutinas pensadas para ellos y programas de YouTube como Jalando fierros que celebran la violencia, la humillación y el show de la fuerza como dominio. Decidir entrar ahí, aprender técnica, reclamar máquinas y quedarme es un rechazo activo a esa narrativa. Soy feminista, sí. Tengo confianza, sí. Y aún así, a veces, tengo que confesar que cedo la máquina al más macho del gym. No porque no pueda esperar, sino porque hay batallas que decido guardar para otro día o para otra cancha.

En los últimos años, cada vez más mujeres, personas trans y no binarias han reclamado su lugar en la zona de pesas, rompiendo con la idea de que la fuerza física es un patrimonio masculino y asociando el entrenamiento de fuerza con autonomía. Lo que antes parecía un territorio exclusivo ahora se está transformando, gracias a comunidades que comparten rutinas, corrigen posturas, se prestan discos y celebran los avances ajenos como propios. Esa complicidad —ese “yo te cuido mientras tú te levantas”— es el mismo espíritu que sostiene las luchas colectivas: reconocer que, aunque la barra la cargue una persona, el esfuerzo es de todas. Entrenar juntas nos recuerda que la fuerza individual se multiplica en red.

Desde otra perspectiva, el levantamiento de pesas también se ha convertido en una forma de resistencia cultural. Así como en los movimientos sociales nos organizamos para enfrentar estructuras opresivas, en el entrenamiento colectivo aprendemos a desafiar las narrativas que nos quieren débiles o invisibles. En cada levantamiento hay un mensaje político: podemos sostener, empujar y construir juntas. La disciplina y la constancia dejan de ser una meta estética y se convierten en una estrategia de liberación, una manera de recordar que la transformación no es instantánea, pero sí posible, cuando se practica una y otra vez, en comunidad.

Con el tiempo descubrí que levantar peso se parece mucho a las transformaciones que empujamos en las organizaciones de la sociedad civil. La constancia de volver cada día, aunque duela, aunque haya dormido poco, aunque tenga el tiempo contado para llegar a la oficina, es como sostener una lucha política o social a largo plazo. O como insistir en hablar en una mesa donde siempre te callan: cada vez que vuelves, te oyen un poco más. La técnica —ese ajuste minucioso de postura, respiración y ritmo— recuerda que no basta la fuerza bruta; en la justicia reproductiva, como en el entrenamiento de fuerza, la estrategia lo es todo. El descanso, tan menospreciado, es tan necesario como una victoria parcial: te permite recuperar energía para volver con más. Y fallar en un levantamiento, reajustar y probar otra vez es el espejo de lo que hacemos a favor de los derechos reproductivos: caerte, levantarte y seguir, porque la meta lo vale.

 

Ganar músculo no es solo acumular kilos en la barra, es ganar confianza para ocupar espacio. Al principio entrenaba intentando no estorbar. Ahora arrastro bancos, acomodo discos y levanto con la certeza de que también es mi lugar. En ese camino he conectado con personas muy distintas a mí, he encontrado aliadas y maestras, y he retado a mi cuerpo más allá de los brazos fuertes y marcados: en sesiones de stretching busco un parado de manos o un split, cosas que ni de niña logré. Son movimientos que no solo retan mi cuerpo, sino mi paciencia, mi confianza y mi disposición a fallar frente a otras personas. En ese espacio me permito reírme de mí misma, pedir ayuda, recibir consejos y reconocer que no siempre la fuerza es lo único que importa: a veces es la flexibilidad, la creatividad o la capacidad de soltar el control. Y así como en el entrenamiento, en la vida y en las luchas colectivas, esos retos nos recuerdan que crecer también implica abrirse a lo desconocido.

Hoy, aunque parece cliché, el entrenamiento de fuerza es mi terapia, pero también mi acto feminista: un recordatorio de que no vine al mundo a encogerme para entrar en moldes ajenos. Vine a crecer, a fortalecerme y a sostener las causas en las que creo con el mismo empeño con el que sostengo una barra sobre mi cabeza. Porque sí, levantar pesas me hace más fuerte, pero sobre todo me recuerda que no hay espacio que no podamos reclamar, transformar y habitar. Cada quien tiene su propia “zona de pesas”: ese lugar donde nos han hecho sentir fuera de lugar y que, tarde o temprano, podemos volver nuestro. Por eso sigo aquí, jalando fierros y tumbando patriarcados, una repetición a la vez.

 

Fotografía de Brenda. Ella es una mujer que tiene el cabello rizado. Está debajo de una sombrilla verde tomando un café frío.

Autora

@mothernidades, es politóloga, siempre trae las uñas pintadas, y no puede beber más de dos litros de agua al día porque se marea

¿Te gustó este artículo? Ayúdanos a compartir