Estábamos tres generaciones de mujeres hablando sobre cómo habíamos abortado en condiciones de ilegalidad, clandestinidad, culpa y prejuicios.
Hace unos días le pregunté a mi abuela materna, Martha, y a mi mamá, Yolanda, que qué hacían a los 29 años, la edad que tengo ahora. No imaginé que esa pregunta detonaría una charla dolorosa, catártica y poderosa sobre nuestros abortos. Estábamos tres generaciones de mujeres hablando sobre cómo habíamos abortado en condiciones de ilegalidad, clandestinidad, culpa y prejuicios. Tengo siete años siendo activista, he acompañado a varias mujeres, he escuchado sus relatos, pero nunca me había cuestionado si las mujeres de mi familia habían abortado.
En 1936 se expidió la primera Ley General de Población, de espíritu poblacionista. De acuerdo con Gustavo Cabrera Acevedo, en El estado mexicano y las políticas de población, se creía que el aumento de la natalidad aceleraría el desarrollo de la nación, así que con ayuda de la Iglesia y los medios de comunicación se enaltecía a la maternidad y las familias extensas, se prohibía la venta de anticonceptivos y hasta se aprobaron reformas que establecieron impuestos al celibato.
En 1961, cuando Martha tenía 18 años su madre le dijo que no podía tomar nada para evitar tener hijos porque para eso se había casado. Me confesó que detestaba menstruar, así que, entre esos prejuicios, su relación machista con mi abuelo y un contexto de muchas carencias, se embarazaba al menos cada año y medio. Tuvo 11 embarazos; solo ocho se lograron, uno fue muerte neonatal y dos fueron abortos.
Martha dice que en esa época no se hablaba de aborto, se sabía que las mujeres buscaban a las rinconeras (así se les nombraba a las parteras en Pachuca en esa época), que les daban brebajes, les metían fierros y varias morían. Ella conoció a una vecina que murió en un aborto clandestino por querer ocultar de sus padres un embarazo fuera del matrimonio.
El aborto espontáneo de mi abuela se dio en 1970. Ella cuenta que no sabía que estaba embarazada, cree que sucedió porque cargaba cubetas de agua muy pesadas, solo sintió que se le salió algo y se fue al Hospital Civil de Pachuca. Fue sola porque no había quién la acompañara y solo buscó a alguien que cuidara a sus hijos hasta que mi abuelo llegara. Ahí una doctora le dijo que se le quedó un pedazo de placenta, así que le tenían que hacer un legrado. Le pusieron la raquea y la dejaron en una camilla olvidada, hasta que por sus gritos un pasante la atendió. Se quedó dos días en el hospital y cuando regresó a su casa no habló de ello con nadie más que con el abuelo.
Su segundo aborto ocurrió en 1986. Para ese momento, hacía 12 años que México cambió su política demográfica para controlar la explosión natal y se reformó el artículo 4° constitucional como lo conocemos ahora, en el cual se reconocía como derecho, y no como política, el número y espaciamiento de los hijos. Pero el estigma que el gobierno y la Iglesia habían perpetuado hacia el aborto y los métodos anticonceptivos permeaba en la sociedad. Martha había tenido a su última hija en 1983, así que cuando se enteró de su onceavo embarazo, decidió no continuarlo. Dice que de camino al hospital de PEMEX pidió perdón a Dios, que seguro se iría al infierno, pero no podía tener otro hijo. Con franqueza le dijo al doctor lo que necesitaba, él no se negó solo le dijo que el legrado se haría sin anestesia. Aunque mi abuelo la acompañó, recuerda bien el dolor que sintió y que ese mismo día regresó a su casa en silencio.
En 1990, cuando la discusión sobre la salud sexual y los derechos reproductivos se estaba encaminando al reconocimiento internacional de la mano del movimiento feminista, Yolanda tuvo su primer aborto espontáneo. Sucedió durante la noche en el baño de su casa y, al igual que Martha, un pedazo de placenta se quedó adentro, por lo que le hicieron un legrado en un hospital del IMSS. No fue criminalizada porque un pariente de mi papá fue quien la atendió.
En 1992 tuvo un segundo aborto espontáneo que se realizó en un hospital privado, donde le dejaron restos y tuvo que volver a ser intervenida semanas después por sepsis. El personal médico creía que ella se había provocado el aborto y la maltrataron al punto que le cortaron el pubis cuando la rasuraron. Le dijeron que había abortado porque tenía la bacteria brucelosis abortus, que se adquiere por ingerir leche bronca. La violencia institucional, el miedo a la criminalización y el silencio familiar aumentaron la culpa y creencia de que estaba viviendo un castigo divino y, aunque Martha era la única que iba a visitarla, no mencionó sus experiencias.
Yo aborté voluntariamente en 2006 (12 años después de la Conferencia de El Cairo) y en 2012, ya con la reforma al Código Penal del entonces Distrito Federal, que permite el aborto voluntario durante las primeras doce semanas de gestación; estudiaba Derecho. Tampoco le dije a nadie. La primera vez me ayudó una mujer increíble que, aunque no era acompañante, no cuestionó mi decisión; la segunda fue con ayuda de un ginecólogo. Ambas veces con misoprostol. Aunque no creía que estaba cometiendo un pecado, la soledad y el silencio incrementaron el estigma que la sociedad me había implantado. Creía que iba a morir desangrada y que mi familia se avergonzaría de mí. Un año después del segundo aborto, me convertí en activista.
El pasado 28 de septiembre, mi madre y yo salimos a marchar en Pachuca, y le regalé a mi abuela un pañuelo verde. Ahora ellas saben que nadie puede decidir sobre sus cuerpos y vidas, y dicen que les hubiera gustado tener una amiga que las acompañara y abrazara.
Las tres coincidimos en que ninguna otra mujer de nuestra familia abortará en medio de prejuicios, soledad o estigmas.
El aborto es un acto de amor, y el amor entre mujeres salva vidas.
* Yolanda Molina Reyes (@appleninde) es abogada de documentación y litigio de casos.