Por: Mariana Roca (@SansSobriquet)
Cuando era niña, el diccionario de mi casa era el Pequeño Larousse Ilustrado. Fue ese ejemplar de 1980 al que me remitía mi madre con todas mis dudas para que aprendiera a usar un diccionario. Con frecuencia me quejaba por no encontrar alguna palabra, hasta que descubría que en realidad no sabía cómo se escribe. Me fascinaba, por encima de todas las cosas, que vinieran las banderas de todos los países del mundo. Pasaba horas comparando una y otra, comentando los detalles que distinguen a algunas de otras. Al paso de los años, aquel ejemplar terminó arrugado, manoseado, y con la camisa rota. Ese es un buen destino para un libro, en general revela que —si bien no lo cuidaron— definitivamente le dieron buen uso.
Pero “arrugado, manoseado, y con la camisa rota” no puede describir a una mujer —a ninguna persona— al final de una jornada que incluyó un traslado en el transporte público urbano. El acoso en el Metro no es novedad. Como reveló la campaña en redes sociales de #MiPrimerAcoso, la gran mayoría de las mujeres hemos enfrentado en mayor o menor medida algún tipo de acoso, algún tipo de abuso, algún “piropo” fuera de lugar. A todas nos han gritado algo desde el tercer piso de una construcción, desde un vehículo en movimiento o desde la acera de enfrente. Pero eso es distinto al momento en que un sujeto murmura una amenaza disfrazada de halago muy cerca del oído de una mujer, a cuando un desconocido se acerca lo suficiente como para tocarte, en ocasiones disfrazando el contacto con un roce accidental, otras veces con el descaro absoluto de una nalgada o un pellizco.
El acoso callejero es un problema que ha ido en escalada y no debería tomarse a la ligera. Ha crecido lo suficiente como para lograr que las mujeres tengamos miedo. Un silbato, clases de defensa personal y la posibilidad de mandar a la cárcel a tu acosador son las medidas —bastante cuestionables— tomadas por el gobierno de Ciudad de México para prevenir el acoso y el abuso sexual. Pero sirven de muy poco, y es que algo ha cambiado para mal: pareciera que la posibilidad de que las mujeres denuncien, se defiendan, respondan, manifiesten su desacuerdo, etcétera, es una afrenta personal en contra de la virilidad de unos cuantos. Pensaría que violentar a una mujer, abusar de ella físicamente, sexualmente, psicológicamente… sería motivo de vergüenza. En cambio, parece ser motivo de orgullo, y cuando una de nosotras levanta la voz para protestar, muchos de ellos se descosen en amenazas por redes sociales. ¿De dónde viene esto? Mi teoría es que viene de la ignorancia, de la falta de educación con perspectiva de género y de la falta de empatía de muchos para ponerse en los zapatos de otras.
Las marcas de cualquier producto comercial tienen responsabilidad social, les guste o no. Tienen una responsabilidad ecológica, con su uso del lenguaje y con el lugar que dan a las mujeres en su publicidad. Yo no digo que los refrescos tengan que escribir como Cervantes, ni que las modelos de las cerveceras tengan que ir tapadas de pies a cabeza, ni que los pastelillos deban venderse sin empaques. Pero ya podrían los publicistas echarle un poquito más de ganas.
Una marca inteligente no es una marca intelectual. Pero lo segundo no descarta a lo primero. Así, hoy vemos con mucho agrado la nueva campaña de Larousse dedicada a combatir el acoso en el Metro de la Ciudad de México y en espacios públicos de Monterrey y Guadalajara, entre otros. Ya Larousse había llamado nuestra atención con su campaña lúdica que invita a la reflexión sobre el lenguaje, pero esta vez la reflexión se dirige también a las acciones.
Llamar a una mujer “bombón” no se reduce a que ella te llame “gaznate”. No es lo mismo el piropo callejero inofensivo que la agresión, y la respuesta no es que los encierren a todos. Es que aprendamos algo de respeto mutuo. #AcosoNo es su HT y lo celebro porque las mujeres estamos hartas de temer terminar la jornada como sólo debería terminar un libro muy bien usado.