Somos un blog con harto limón y feminismo. Nuestros temas favoritos son autocuidado, diversidad, menstruación, maternidad, infancias, amor romántico, política, derechos reproductivos y mucho más. ¡Ponle limón a tus días leyendo nuestras publicaciones!
Hace un año comenzó a caérseme el pelo. Inicié viendo cabello en mi cepillo y en mis manos después de tallarlo. Eventualmente, comencé a verlo en todos lados: en mi cama, en mi ropa, en el sillón y en la cocina. La explicación a mi caída de cabello no fue difícil de descifrar; mi cabello empezó a dejar mi cabeza al mismo tiempo que empecé a tomar las pastillas anticonceptivas.
Nunca le he dado demasiada importancia a mi cabello. Desde que estaba en la primaria lo uso relativamente corto, lo pinto habitualmente desde los 18, nunca me he despertado temprano para peinarlo y tampoco le prestaba demasiada atención a los productos que usaba o la forma en que lo trataba.
Mi cabello no me importaba mucho. Hasta que comenzó a caerse.
Hice lo único prudente que se me ocurrió. Fui a mi estética de confianza y pedí que me cambiaran el tinte: nada le ayuda más a la salud de tu cabello que ponerle más químicos. Salí llorando. Lo detesté.
Mi hermana me intentó convencer de que se me veía bien. Creí que tal vez era que me lo habían peinado mal en la estética y después de lavarlo me iba a gustar. Aun así lloré antes de irme a dormir. No lloraba por mi nueva apariencia, sino porque sabía que el cambio no iba a hacer que se me dejara de caer el cabello: ¿qué hago ahora?
No entendía por qué me preocupaba tanto. Aunque se me caía con frecuencia, solo mi compañero y yo nos habíamos dado cuenta. Parecía que a nadie le importaba, solo a mí.
Hasta antes de esta experiencia, todo el cambio en mi pelo había sido “voluntario”. Desde adolescente empecé a decidir de forma libre cuándo y de qué color pintarlo, cómo cortarlo y peinarlo. Ahora la forma de mi pelo ya no la estaba eligiendo yo y no sabía cómo lidiar con la pérdida de control.
Mi piso político es el feminismo y me reconozco como antipatriarcal; (según yo) entendía que el pelo —o la falta de él— era algo completamente natural y que todas las personas merecemos dejar crecer el pelo con libertad y hacerle los cambios que deseemos. Sin embargo, la idea de no tener cabello en mi cabeza sí me asustaba, sentía que sin él perdía algo intrínseco de lo que entendía como mi propia “feminidad”. Sin mi cabello me desprendía de algo íntimo y lo peor era que yo no lo había decidido.
La situación empeoraba porque sentía mucha vergüenza de hablar sobre el tema, así que comencé a investigar en solitario, a leer testimonios de otras personas que habían quedado calvas por alopecia o que la maternidad, el postparto, la quimioterapia o los tratamientos hormonales habían cambiado la forma, textura y cantidad de su cabello… De lo que implicaba para ellas la pérdida.
Todas las historias (incluida la mía) partían de un piso común: entendemos que nuestra corporalidad es un medio que sirve para representar un orden. Este orden tiene una forma de lucir y, por lo tanto, nuestro cuerpo también debería verse de cierta forma. Así, la decisión de cómo nos queremos ver no es del todo nuestra sino que las estructuras sociales eligen por nosotras, y esto se refuerza mediante violencia —comúnmente referida como violencia estética— con la intención de mantener homogeneidad en nuestra apariencia.
Lo que todos teníamos en común es que, al perder o ver cambios en nuestro cabello, sentíamos miedo de ya no entrar en el orden de las cosas, de que nuestro cuerpo desordenara lo que nos habían dicho que tenía que ser y, por lo tanto, desencajar.
Este cambio me atemorizaba más porque parecía que no podía hacer nada. En el orden correcto de las cosas, ser mujer y quedarse sin pelo —o no tenerlo largo, sedoso y sano— atenta contra la estructura de la feminidad. Y yo no estaba decidiendo retar al orden de las cosas, mi cuerpo lo estaba haciendo por mí.
Perder mi pelo me ayudó a reconocer la fuerza que la violencia estética ocupa en mi vida y lo poco que la he enfrentado o desafiado; lo vulnerable que soy ante ella y el miedo que tengo a desajustarme. Pero también me ayudó a reconocer el esfuerzo de mi cuerpo por mantenerse aquí: la labor que hizo para acostumbrarse a tomar hormonas 21 días del mes. Ojalá un día aprenda a aceptar todas las facetas de mi cuerpo, aun si desafían el orden.
Sofía (@sofiaguiarr) es abogada, fan del béisbol y sigue siendo directioner. Es creyente de que todo lo puede solucionar comiendo algo rico. Forma parte del equipo de GIRE.
6 febrero 2024