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A un año de empezar la pandemia la salud de mi madre se vio afectada y —por azares del destino, porque estábamos bajo el mismo techo 24/7, porque soy la única hija mujer o sólo porque soy mujer— me convertí en su principal cuidadora. Emprendí esta labor sin dejar de cubrir mi jornada laboral remunerada, haciendo malabares para no olvidarme de mí y creyendo que saldría ilesa.
Si alguien de la familia requiere cuidados permanentes hay que entrarle al quite, porque los afectos impulsan y porque de los vínculos se desprenden responsabilidades. ¿Cómo no hacerme cargo de los cuidados de mi madre si la amo? ¿Cómo no sentirme interpelada si las dos somos mujeres y entre mujeres nos apoyamos? ¿Cómo no actuar en reciprocidad si además de cuidarme ha cuidado a mi hija?
Mi intento por desempeñar simultáneamente los roles de cuidadora, empleada y madre, sin olvidarme de mi propio bienestar y de mi vida personal, resultó ser todo un fracaso. Sin bien el cansancio y el desgaste se hicieron presentes a las pocas semanas, no fue sino hasta varios meses después que logré darme cuenta del impacto de ser cuidadora. Y esta revelación fue muy abrumadora porque tuve claridad de las circunstancias en las cuales estaba cuidando.
En esta sociedad patriarcal hablar de cuidados es hablar de mujeres, de nuestra naturaleza cuidadora, del rol que se espera que asumamos sin respingar y sin esperar retribución, ni siquiera reconocimiento por el esfuerzo y el tiempo invertidos. Hablar de cuidados —sobre todo tratándose de aquellos que se brindan a quienes amamos— es hablar de una obligación que no se cuestiona, simplemente se pone en marcha y se hace de corazón.
Sin embargo, es importante darnos cuenta de que el trabajo de cuidados implica una práctica brutalmente normalizada: el sostén de la vida y la salud de otras personas al costo que sea, incluso del bienestar de quien cuida. Y esto hace necesario visibilizar también una situación que no suele hablarse, mucho menos remediarse: el agotamiento que produce cuidar.
¿Qué podría suceder con mi salud física, mental y emocional al realizar el trabajo de cuidados —en permanente estado de alerta, durmiendo pocas horas, haciendo frente al cúmulo de necesidades de la persona a quien cuidaba— al mismo tiempo que cumplía con las responsabilidades del trabajo remunerado? ¿Qué podría pasar con mi vida personal, mi vínculo con mi hija y mis relaciones afectivas fuera del ámbito familiar si la mayor parte del día mi atención y mi energía estaban puestas en ser cuidadora? El colapso.
Las necesidades de la persona a quien se cuida prevalecen ante las circunstancias de quien cuida. ¿Acaso no es una obviedad la urgencia-importancia-prioridad de hacer lo que se tenga que hacer para asegurar que quien padece una enfermedad y/o requiere asistencia recupere la salud o su vida no peligre?
¿Y cuál es la situación de quien brinda cuidados? ¿Qué renuncias por parte de quien cuida son obligatorias con tal de que haya tiempo, lucidez y buen ánimo para realizar el trabajo de cuidados? Y todo se complica —y complejiza— cuando nos atrevemos a pensar en el autocuidado. ¿Qué chance tiene la persona cuidadora de atender las consecuencias de tales renuncias?
Hablar de cuidados es hablar de lo que hay que dejar de hacer para cuidar. ¿De dónde se sacan las horas que se invierten en los cuidados? Cuidar a mi madre ha implicado dejar de estar en otros lugares, suspender actividades, no estar con personas con las que solía estar, simplemente porque el día sigue teniendo 24 horas y no hay de otra. Es tan evidente y tan poco valorado a la vez que se pierde en el abismo de la normalización.
El trabajo de cuidados irrumpe la vida personal y no se disculpa por ello; tampoco indemniza. ¿Dónde se consigue más tiempo para descansar de cuidar, para hacer posible el cuidado propio, para recuperar energía, para remendar los tejidos que se han desgastado, para lidiar con las frustraciones y el enojo que provoca el saberse la idónea para cuidar por el simple hecho de ser mujer?
Crecí viendo a las mujeres de mi familia entregarse a cuidar a otras personas, dejando de lado su propio bienestar. Gracias a sus cuidados, mi madre pudo tener una carrera profesional y luego, cuando eligió la maternidad, irse a trabajar con la confianza de que su hija —yo— estaba segura y era atendida con cariño. Ellas pusieron el cuerpo y el corazón en la gran tarea de mantener con vida a otras personas y contribuir al logro de sus sueños, aunque tuvieran que sacrificar los propios.
Cuando pienso en todas las mujeres que cuidaron de mi madre y de mí, se me agolpan con la misma intensidad la gratitud y la rebeldía; quisiera tener respuestas para todas las preguntas que el agotamiento derivado de ser cuidadora me puso enfrente. No quiero cuidar sin poder cuidarme. No quiero que por ser mujer se me imponga naturalmente la responsabilidad del cuidado a costa de lo que sea. No quiero cuidar en condiciones de desventaja respecto a los hombres de mi familia. No quiero que mi mamá sienta que no la amo cuando priorizar la necesidad y el deseo de cuidarme impide que la cuide.
¿Qué hilos hay que mover para que la inercia de cuidar por amor no sea un mandato de vida para las mujeres? ¿Cómo lograr que deje de imperar la idea de que mujeres y cuidadoras son sinónimos? Es importante que la sociedad reconozca y valore el trabajo de cuidados, y con la intención de que eso suceda hoy alzo la voz para decir: ¡soy cuidadora y estoy agotada!
Dunia Campos es comunicóloga y adoradora de ballenas. Dedica su tiempo libre a respirar. Le encanta el mar y hacer sonidos raros mientras come. Forma parte del equipo de GIRE.
7 agosto 2024