Quemo el altar a mi madre
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Quemo el altar a mi madre


 

Por Geras Contreras

El catecismo me enseñaba que tenía dos madres: la Virgen y mi mamá. Ambas me cuidaban. Ambas merecían un altar. A las dos debía amar sobre todo en este mundo y era un pecado si no lo hacía.

Odiaba a mi madre. Durante años (tal vez, cinco o puede ser diez) detesté estar con ella.

Cuando ella regresaba del trabajo, su presencia era inestable. Siempre se quejaba de algún imperfecto o una tarea no realizada (el piso, la comida, la lavandería, los canarios). Nadie pensaba en ella porque vivía con una bola de egoístas, o eso decía. Para ella, el mejor castigo era usar la ley de hielo contra sus hijas, tal como mi padre lo hacía con ella, o quejarse de nuestro comportamiento con la persona más cercana.

Estaba fastidiado de la vida. Mi padre era un agresor físico, pero era sencillo esquivarlo durante días. Con mi madre la historia era distinta. Su presencia era constante e insistente, pero no sabía qué decir por temor a activar llanto o rabia en ella.

Quería tomar mis cosas y huir. Mientras esto sucedía, decidí refugiarme en la escuela y pasar horas en sus pasillos para evitar llegar a casa; pero recluirme sólo agravó la situación. Mi madre empezó a tener más estigmas y juicios, muchas veces homofóbicos, sobre mí. En lugar de responder, decidí alejarme aún más. Ella dejo de saber de mí y nos volvimos perfectos desconocidos que compartíamos material genético y vivienda.

Siempre he creído que soy un desgraciado por no querer incondicionalmente a mi madre. No entiendo cómo algunas personas dicen que su madre es su mejor amiga o tienen plena confianza en ella.

Yo cuando pienso en mi madre, la mayoría de las ocasiones siento tristeza por todas aquellas veces que me hizo sentir como el peor hijo del planeta.

quemo el altar a mi madre

Pocas veces he encontrado experiencias que resuenen con la mía. La primera vez fue en el salón de clase cuando leía la columna de Paul Preciado, Mejor que hijo, en la cual esboza los dilemas de cuidar de su madre conservadora y aceptar su fracaso como hijo. La segunda ocasión, y última, fue hace un mes cuando leí el primer libro de Jennette McCurdy (sí, la actriz de iCarly y Sam&Cat). En I’m Glad my Mom Die (Estoy feliz de que mi madre haya muerto, en español), la autora comparte su experiencia de abuso físico, psicológico, económico y sexual que sufrió por parte de su madre. El libro, más que un recuento del sufrimiento, es un relato creativo sobre el proceso personal de afrontar y sanar los hechos dolorosos del pasado.

Inspirado por McCurdy, abro mi herida materna para motivarme a reflexionar sobre cómo hemos pensado, desde los feminismos, en aquellas madres que nos han lastimado.

Dicen que hay un altar

La violencia ejercida por las madres es menor que aquella cometida por familiares varones. Existen pocas fuentes para conocer su magnitud, una de ellas es la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) 2021, aplicada a mujeres de 15 años o más. De acuerdo con la ENDIREH 2021, sólo 0.31% y 0.21% del total de las mujeres encuestadas señaló haber sido abofeteada y pateada, respectivamente, por su madre.

A pesar de los pocos datos disponibles, no puedo parar de evocar todas las ocasiones que las madres han ejercido agresiones y las hemos normalizado. En más de una ocasión, ellas fueron las primeras en criticar nuestra apariencia y llamarnos gorda o fea. Incluso, las madres son quienes se burlan de nosotras frente a desconocidos con la justificación de socializar. También son ellas quienes nos llegan a desincentivar de tomar decisiones o fiscalizar nuestros ingresos por “el bien del hogar”.

¿Por qué no hablamos de estas violencias? Tal vez nos resulte imposible hablar de nuestras madres por una idea judeocristiana del respeto a les progenitores o como resultado de un complejo de Edipo. Puede ser que nos resulte inimaginable pensar que existe una madre que agrede a su descendencia o tememos que hablar del tema desacredite la experiencia de sufrimiento de muchas otras mujeres. Sin subestimar estas posibles causas, propongo dos razones sociopolíticas para esta atrofia maternal.

Por un lado, el discurso convencional de la violencia familiar ha sido codificado en un fundamentalismo: el padre, o en su ausencia el hijo, es quien golpea a la esposa e hijas. El supuesto ha funcionado para demandar atención y acciones ante la violencia contra las mujeres en el ámbito familiar. Sin embargo, esta idea binaria de quién es víctima y quién es perpetrador es incapaz de dar luz a las complejas dinámicas de violencia que ocurren dentro de los hogares. Las madres golpean a sus hijes; las nietas maltratan a sus abuelas; las tías abusan de sus sobrinos; las combinaciones posibles son infinitas, pero las agresiones son medianamente aceptadas o, al menos, no cuestionadas.

Por otro lado, los feminismos en América Latina han iniciado a denunciar cómo los sistemas de justicia y bienestar social están diseñados para brindar atención a una víctima perfecta (que sea mujer y menor de edad) y perseguir a todas aquellas que desafían los estereotipos de feminidad. Un ejemplo claro es la reivindicación de las “malas madres”, que viven su maternidad fuera de las convenciones tradicionales (trabajadoras sexuales, habitantes de calle, usuarias de sustancias ilícitas o que tengan algún conflicto con la ley) y son estigmatizadas, incluso perseguidas por el Estado. No obstante, la mayoría de las conversaciones aún mantienen como supuesto que dichas madres son cariñosas con sus hijes; incluso, que el bienestar de elles es el motivo de su situación ilícita o marginal.

quemo el altar a mi madre

Ambas lógicas conllevan a que los espacios feministas sigan ignorando a las madres violentas, las que son agresoras de sus familias.

Dicen que debe haber un altar a la madre, pero tengo ganas de tirar todo. Nada es suficiente para el altar de ella. No sé qué más ofrecer porque no me queda nada. ¿Estoy destinado al infierno por eso?

Las lógicas anteriores mantienen el fundamentalismo de que las mujeres, en especial las madres, son solamente víctimas. Unas, de las agresiones directas de los hombres; otras, de la violencia estructural de la sociedad moderna. Pero víctimas al final del día.

A pesar de que la narrativa es atractiva, deshumaniza a las mujeres. Ellas dejan de tener agencia porque sólo están a merced del poder de les otres y carecen de medios para subvertir o resistir. Esto, a su vez, borra la responsabilidad que tienen con les otres y legitima que mantengan funcionando los ciclos de violencia en los que son, a la vez pero en momentos distintos, víctimas y perpetradoras.

Yo mismo cometí este error y me toca afrontar las consecuencias.

Al iniciar mi militancia en el feminismo, asumí que mi madre era la máxima víctima de violencia familiar en mi hogar y justifiqué todas sus acciones como mecanismos de supervivencia en un entorno hostil. Ignoré mis heridas y decidí que ella era la única que necesitaba ayuda y que era incapaz de hacerlo por su cuenta. Ahora experimento una nueva forma de ataques emocionales; por ejemplo, recibir llamadas en medio de la noche para reclamarme por qué no le he preguntado cómo está, sin darme opción alguna para explicarme.

Me siento atrapado y quiero gritar.

Pero, tal vez, puedo orientarme y encontrar otra vez el camino si recuerdo que mi madre es humana. Ella no es inmaculada ni santa. Ella es alguien que ha sufrido cosas terribles, pero mantiene su responsabilidad en el dolor que causó en otres, en mí.

Tal vez, sólo tal vez, los feminismos necesitan reconocer la complejidad de las dinámicas sociales para aceptar que existen maternidades violentas. También comprender que aceptar que las mujeres pueden ser agresoras no implica desacreditar la violencia que han experimentado miles de personas.

Quemo el altar a mi madre. Al de mi progenitora y cuidadora. Al de mi opresora y policía. Al de quien confío y temo, quien me apoya y sostiene. Dinamito el altar a mi madre. Porque ni inmaculada o pecadora. Porque ni llena de gracia, noble señora o bendita entre las mujeres. Porque humana. No hay maternidad divina. No hay altar entre nosotros. Sólo ella y yo. Sólo una relación imperfecta, sin canto de ángeles ni rosas de Castilla. Sólo ella y yo con llamas alrededor.


Geras

Geras Contreras es un nerd del feminismo. Su dieta consiste en libros que devora, postres que hornea durante las noches de insomnio y martini seco mezclado, nunca agitado.

 


31 octubre 2022


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