Entre pozole y tostadas, estábamos atentas al tradicional Grito, que después de 215 años de independencia, por primera vez lo daría la presidenta de México. Mientras las expectativas estaban a tope y en la cena nuestras familias hablaban, tratando de atinar, como si fuera quiniela, cuáles iban a ser las diferencias de esta arenga, nosotras (y seguramente muchas más) no podíamos dejar de pensar en todos los gritos que las morras hemos lanzado en esa misma plancha del zócalo. Ahí donde la primera presidenta daría su primer Grito, ahí donde por años miles de nosotras hemos dejado hasta el último aliento exigiendo ser escuchadas. Esos gritos que pocas veces han sido televisados en cadena nacional, que han sido silenciados; gritos entre gas lacrimógeno, empujones, corretizas y vallas metálicas. Gritos encapsulados, primero por hombres y luego también por mujeres policías —claro, por política incluyente del gobierno de la ciudad.
El contraste nos revolvía el estómago. Este Grito ha sido deseado y celebrado como un logro de representación política de las mujeres en nuestro país; al mismo tiempo que los gritos de dolor, de rabia y de injusticia han sido sistemáticamente silenciados por las mismas estructuras que hoy son encabezadas por una mujer. No es la realidad que imaginábamos las mujeres de diversos feminismos con la llegada de la primera mandataria. Las morras que hemos estado tantas veces frente a ese y todos los palacios de gobierno del país, sabemos que este Grito viene desde un poder que siempre se ha mostrado ajeno e indolente ante nuestros gritos. Sabemos que ese Grito no es nuestro grito, es del Estado.
Desde la primera toma televisada dentro de Palacio Nacional, nos sentimos jugando “¿Dónde está Wally?”. Buscando minuciosamente cada símbolo, cada detalle de este momento que quedará enmarcado en la historia de nuestro país. Y con la misma satisfacción con la que se encierra al primer Wally en el tablero, íbamos enumerando los mensajes planeados, listos para mostrarse a cámara: la escolta integrada por mujeres, la guardia frente al retrato de Leona Vicario, la banda presidencial cruzando un torso femenino, el vestido morado brillando bajo las luces. Todo planeado, todo con un mensaje simbólico bien estructurado.
Se volvió en un momento agridulce, más agrio que dulce. Porque mientras la presidenta vestía de morado con detalles bordados hechos por artesanas indígenas… ¿como guiño al movimiento feminista?, pensábamos en esas marchas inundadas de pañuelos morados que han sido criminalizadas y perseguidas por los mismos gobiernos que se presumen feministas.
El morado de su vestido quedó como una mancha de color entre un campo verde militar. Una escolta conformada únicamente por mujeres entregaba la bandera mientras recordamos que este país ha dado pasos preocupantes y contundentes hacia la militarización. En esos pasos coreografiados sabemos que la existencia de una ComandantA SupremA no impedirá que el Ejército reprima, torture o desaparezca, en su mayoría, a mujeres, personas empobrecidas, personas de los pueblos originarios y a la comunidad LGBTIQ+, en total impunidad. La líder de las fuerzas armadas cambia, pero las víctimas de la militarización no. Las fuerzas armadas son una institución creada desde las entrañas del machismo. El nombre de la presidenta estará marcado en la historia para siempre como la primera Comandanta, pero no como un logro feminista, pues no existe feminismo acompañado por militarismo.
Imagen tomada de @les_iju
Y el subibaja continuó con las arengas. Mientras se proclamaba por primera vez el nombre de Josefa Ortiz Téllez-Girón, reivindicando su apellido de origen y no el de casada, recordábamos que sus nupcias la hicieron, oficialmente, presidenciable, dejando ver así un rito de convención social que la política nacional no ha dejado atrás. Porque en México una mujer soltera, en unión libre, con novio o sin pareja, haciéndose del poder (político, económico, social o cultural) todavía incomoda. En nosotras existe un cuestionamiento genuino, ilustrado por cualquier momento de la historia, de nuestro país u otro, donde tantas mujeres han sido recordadas únicamente como “las esposas de”: ¿en México se le permitiría a una mujer llegar sola, sin anillo, sin marido, a la presidencia? ¿O los sueños de las mujeres siguen enmarcados en un contexto donde es requisito indispensable el matrimonio?
Luego siguió: ¡Vivan las mujeres indígenas! Resonando el: ¡Vivan! Pero… ¿Vivas cómo? ¿Relegadas a una vida de abandono institucional, pobreza y discriminación? ¿Estamos hablando de esas mismas mujeres de pueblos originarios despojadas de sus tierras para aprobar concesiones mineras y megaproyectos que las dejan sin agua y sin donde vivir?
Resonaba de fondo: ¡Vivan las heroínas anónimas! Y pensamos en todas esas mujeres a las que no se les ha nombrado y también a las que se ha despreciado. A las madres buscadoras, a las mujeres que están en las maquilas, en las cocinas, en las aulas rurales, en los tribunales donde sus carpetas de investigación se empolvan. Ellas también gritan, pero sus gritos se topan con paredes, con fosas, con ministerios públicos sordos, con injusticias sistemáticas.
Y sí, hoy las niñas pueden imaginar un futuro donde sean ellas las próximas presidentas dando el Grito, pero eso no nos impide preguntarnos: ¿esa independencia que tanto se celebra está entre nosotrAs? ¿En realidad llegamos todAs? Porque cuando por fin termina el acto protocolario, nuestros pozoles ya estaban más que tibios, como esa narrativa presidencial: a veces feminista, a veces revictimizante, a veces sí, a veces no.
Y entonces, ahí, entendemos que en una misma transmisión vimos dos realidades opuestas: una en la que se aplaude desde un balcón dorado enalteciendo un escudo bordado con hilos de oro y plata; y por otro lado, la realidad de las morras que sobrevivimos y resistimos entre silencios y ausencias. Quedan claros los dos tipos de gritos que hemos vivido: el de Palacio Nacional, el oficial, con todos los reflectores y cámaras, escoltas y vestidos morados; y el nuestro, el incómodo, el que nace de la rabia y queda solo en nuestra memoria.
Nosotras seguiremos gritando porque en nuestros gritos viven las que nos faltan, las que no llegaron a casa, las que sostienen la vida sin ser nombradas ni reconocidas. Porque nuestros gritos, aun sin estar en un palacio, son feministas y también son históricos.
¡Vivan las mujeres que cuidan!
¡Vivan las mujeres que sostienen la economía del país!
¡Vivan las mujeres libres para decidir sobre su cuerpo!
Jessica Karen (@jessromel) es apasionada del chisme político y de ponerle punto final a todos sus mensajes en whatsapp.
Ana es comunicóloga, feminista y miope. Su obsesión por los legos y los rompecabezas la ha llevado a buscar las piezas para darle propósito a su vida. No las ha encontrado.