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En la vida, cuando llega un final de forma abrupta, en nuestro afán por comprender nos formulamos una serie de preguntas que a menudo quedan sin respuesta. Imaginamos sucesos, para sustituir los recuerdos de lo que no fue. Hacemos un repaso de los hechos, tratando de ubicar ¿cuál fue el inicio del final? Cuando lo que acaba es la vida misma, la del ser amado, perdemos la esperanza del reencuentro y entramos en un inexorable colapso emocional.
Han pasado seis meses desde que el mundo supo de la existencia de una nueva y extraña enfermedad: un virus desconocido, sumamente contagioso y poco mortal atacaba a la humanidad. Aunque los primeros casos se detectaron en la ciudad de Wuhan, China, la transmisión de Covid-19 rápidamente se propagó por todo el mundo. El 11 de marzo de este año, el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus, declaró que se trata de una pandemia y exhortó a todos los Estados a diseñar una estrategia integral para prevenir infecciones, salvar vidas y minimizar el impacto.
Las estrategias adoptadas por cada país para hacerle frente han sido diversas, según sus recursos disponibles y voluntades políticas. Sin embargo, todos los gobiernos han sido enfáticos en una cuestión: aislar a las personas que han dado positivo a Covid-19.
“Estaba bien”. “Comenzó a sentirse mal y fuimos al hospital”. “Después de su ingresó al hospital, ya no le vimos más”. “Fue muy angustiante no tener informes de su estado, nadie nos decía que pasaba”. “Entré por la fuerza”. “Vimos una bolsa, no nos daban respuestas, pero por su cara supimos que ahí dentro, estaba su cuerpo”. “Después, recibimos sus cenizas”. “No tenemos certeza de lo que nos dieron”.
Se ha vuelto cotidiano escuchar, conocer o protagonizar historias como las que resumen estas frases. En estos tiempos, los del coronavirus, una parte de la población ha normalizado el hecho de mantener incomunicadas a las personas que ingresan a un centro de salud, así como el escaso flujo de información en la evolución de la enfermedad.
La celeridad en la atención de la salud física, sumada a la rápida propagación del virus, desafortunadamente han dejado un sesgo en la atención de la salud mental, cuyos impactos están en gestación y que, de no atenderse, invariablemente producirán un deterioro en el tejido social y un alto costo económico para los Estados.
La jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido la obligación de los Estados para generar las condiciones mínimas compatibles con la dignidad de la persona humana y no producir condiciones que la dificulten o impidan; lo que implica, considerar situaciones de especial vulnerabilidad que puedan afectar la forma de vida de determinados grupos, considerando la existencia de diferentes sistemas de comprensión del mundo, en su doble dimensión.
Por su parte, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y la Oficina para las Américas de la OMS en su Guía Técnica de Salud Mental en Situaciones de Desastres y Emergencias, enumeran nueve acciones clave, entre las que se encuentran: garantizar que los trabajadores de ayuda humanitaria, agentes comunitarios, equipos de respuesta (incluidos voluntarios), así como el personal de los servicios de salud estén capacitados y ofrezcan la Primera Ayuda Psicológica a las víctimas y personas con un elevado grado de sufrimiento, luego de una exposición a estresores intensos; asegurar que los equipos de salud que están actuando como primera línea de contacto con la población (atención primaria) dispongan de capacidad para identificar y manejar los problemas psicosociales y de salud mental más frecuentes y acercarlos a la comunidad; contribuir a una apropiada comunicación de riesgo y gestión de la información en la respuesta a emergencias y desastres: la información veraz y transparente es vital para proteger la salud mental de las personas, crear un clima de confianza mutua y mantener la calma en la población; garantizar la atención priorizada a condiciones identificadas de alto riesgo psicosocial: la existencia de gran cantidad de cadáveres se traduce en temor en la población por las inexactas informaciones sobre el peligro que representan; se produce tensión y un sentimiento de duelo generalizado, que pueden ocasionar conductas de difícil control.
En el mundo, la cifra de muertes a causa de Covid-19 ya alcanzó 387.568; mientras que en México estamos cerca de llegar a los 12mil decesos. El Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell señaló que pasarán al menos dos años para poder contabilizar con certeza el número de personas muertas a causa de Covid-19. En su comparecencia ante el Senado de la República, el 27 de mayo, el subsecretario expresó que la estimación de las defunciones puede llegar a 30 mil. Por ahora, lo certero es que hay un antes y un después tanto en la vida individual, como colectiva. Resulta indispensable tener presente, en todo momento, que las cifras no son sólo números, son personas con historia, con proyectos de vida, con familia, con una cosmovisión determinada, con derechos en la vida y en la muerte.
Durante este periodo, el uso de las tecnologías existentes ha sido crucial para que el planeta continúe en marcha, acortando las distancias. Hasta hace unos meses era impensable que un estudiante pudiera alcanzar un grado académico en línea o que una audiencia se llevara a cabo fuera del recinto judicial, mientras las partes están en casa. Hoy la solemnidad ha cedido. Impulsados por iniciativas civiles, la anuencia de las autoridades y la participación de las empresas, países como Italia y España nos están enseñando que la tecnología es también una herramienta para mantener al mundo humanizado, siendo innecesario ponderar un derecho sobre otro. Quienes se encuentran en los centros hospitalarios, principalmente quienes se hallan en etapa terminal, tienen el derecho a mantener una vida digna y, en su caso, a tener una muerte digna, así como a mantenerse en contacto con sus seres queridos y ejercer su derecho a decir adiós.
El virus responsable de Covid-19 nos ha recordado la finitud de nuestra existencia. Cuando la vida que se extingue es la nuestra, los conceptos de vida digna y muerte digna cobran especial relevancia; cuando fenece alguien a quien nos une un vínculo afectivo, perdemos la esperanza del reencuentro y lo natural es que nuestras emociones estallen. Este sufrimiento, así como experimentar sensaciones de angustia, impotencia o enojo, son reacciones normales ante la pérdida de una persona y son parte del proceso de duelo que afrontaremos para poder continuar, hasta alcanzar el restablecimiento de nuestros afectos. La forma en la que acontece la separación será determinante en este proceso pues, cuanto más traumática sea la ruptura, mayor será el impacto en nuestra psique.
Dentro de la atención de la pandemia y los efectos de esta, es importante que los gobiernos presten especial atención a la salud mental y es urgente la adopción de políticas públicas que la contemplen. En tiempos de emergencia sanitaria, los derechos humanos permanecen vigentes y poder decir adiós es uno de ellos.
Por Ana Sandra Salinas, @anasandrasp
Ana Sandra es abogada, defensora de derechos humanos, agridulce y hacedora de ideas. Sus raíces son una mezcolanza entre lo michoacano y lo citadino. Fan de los perritos, perritas y michis. Forma parte del equipo de GIRE.
25 junio 2020